La vocacion

Desde los tachos de basura puedo ver la calle en penumbra. Las luces de la barra de la esquina se multiplican en el asfalto húmedo y en el aire todavía se husmea la lluvia. Hace rato que no pasa nadie pero yo no desespero. El secreto está en esperar como si no se esperara nada, estar ahí simplemente, como pasando el tiempo. Un hombre sale de la boca del metro y enfila por la calle. Viste bien y parece ser un hombre decente, un poco cobarde. Lo dejo que se acerque y al pasar a mi lado lo embisto con destreza, lo tranco contra la pared y le hago sentir el cañón en las costillas. "No se preocupe, jefe, -le digo con suavidad- a usted no le va a pasar nada. Suélteme la lana y listo." Al alcanzarme la plata la luz se perfila en el reloj que le adorna la muñeca. Se da cuenta y resiste. Quiere reventarme por debajo pero yo cruzo la pierna y martillo. No hay estampido, sólo el rodar del cuerpo por la acequia y el calor que me quema la mano. El reloj no resulta gran cosa. Lo dejo esa misma noche en una taberna de los bajos. No siento ni confusión ni alivio. Sé que treinta años más tarde, cuando escriba estas líneas, no habré olvidado la mirada solitaria de aquel hombre y la presión de su mano en mi costado. Ahora, sin embargo, me preocupan otras cosas menos arduas. Matar no es tan duro como piensan los mortales, y definitivamente no lo es tanto como vivir.

La primera vez que asesiné fue por accidente, una reacción automática en un momento de tensión. Con el tiempo he ido perfeccionando el arte y a base de estudio y disciplina he llegado a desarrollar un método. El arte radica en reducir el sufrimiento, hacer de la muerte una experiencia placentera, un alivio. Confieso que en muchas ocasiones he envidiado a esos seres que se desvanecen suavemente, con una calma que refleja tranquilidad y aplomo. Yo, que he librado a tantos hombres del suplicio de la vida, estoy ahora condenado a una muerte incesante. Desde hace siete años espero día a día mi condena. Abogados y jueces se empeñan en prolongar mi muerte. Para ellos es un medio de subsistencia. Yo, sin embargo, nunca acepté un décimo. Una vez que hube descubierto mi misión cambié radicalmente mi vida.

Desempeño un trabajo modesto en un barrio céntrico de la ciudad. La paga es poca pero basta para vivir. Escojo a mis víctimas con esmero, sin pasión y sin rencores malsanos. No tengo enemigos. A los pocos que me han humillado los he castigado con la vida y el olvido. Puedo confesar sin modestia que los hombres que he matado eran seres dañinos, crápulas de una sociedad despiadada. En rigor, debí haberlos condenado a una existencia horrorosa, pero eran demasiado abyectos para ser infelices y tuve que aniquilarlos. En más de una ocasión, en el momento crucial, cuando la daga atravesaba el cerebro, sentí la tentación de hacerlos sufrir, de matarlos lentamente, para que la conciencia del suplicio los castigara.

Entonces me llenaba de orgullo haber permanecido fiel a mis principios, no haber jamás cedido a la pasión. Sé que el futuro me depara una pena distinta, que al escribir este informe el orgullo y la pasión habrán perdido su sentido y que sólo quedará el remordimiento, la tortura de haber sido un cobarde amparado en el arte y la maestría.

 

© Nicasio Urbina. 1995

Del volumen de cuentos de próxima aparición El ojo del cielo perdido

urbina@ mailhost.tcs.tulane.edu

New Orleans (USA)

Nicaragua

http://spgr.sppt.tulane.edu/NicasioHome.html

 

Ilustración: Carlos Leiro

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Nicasio Urbina (Buenos Aires, Argentina, 1958). Escritor, catedrático y diplomático nicaragüense. Cursó estudios en la Universidad Católica de Lovaina y en la Universidad Central de Barcelona. Obtuvo su licenciatura en español en la Universidad Internacional de la Florida, e hizo su maestría en esa misma institución, en Enseñanza de Lenguas Modernas. Luego cursó sus estudios doctorales en la Universidad de Georgetown, en Washington, D.C., graduándose en Literatura y Lingüística Hispánica. Ha publicado una colección de cuentos titulada El libro de las palabras enajenadas (San José: Educa, 1991), y un libro de crítica literaria La significación del género: estudio semiótico de las novelas y ensayos de Ernesto Sabato (Miami: Universal, 1992). Ganó el Premio Internacional Rubén Darío 1995 con un libro titulado La estructura de la novela nicaragüense: análisis narratológico (Managua: Anamá, 1996). Como poeta ha publicado Sintaxis de un signo (Managua: Decenio, 1995). Sirvió a su país como Embajador de Nicaragua ante las Naciones Unidas, y actualmente tiene la cátedra de Literatura Centroamericana en la Universidad de Tulane, Nueva Orleans, donde vive con su esposa Elaine y su hija Francesca.

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